LA ODISEA REVISADA (y III)
- Concluimos con esta serie dedicada a la Odisea, vista desde el ángulo de la Mediación, con la intención de conocer las reacciones humanas ante las situaciones de conflicto en aras a su tratamiento o conocimiento por el profesional que utiliza como técnicas de Mediación.
- Nos encontramos, ahora, con el final de la Odisea, más concretamente, en el Canto XXIII, que narra el momento en el que Odiseo/Ulises, junto con su hijo Telémaco y su porquero, ha aniquilado a los pretendientes de su esposa Penélope. Procede, pues, a desvelar su auténtica personalidad ante su esposa, la que duda de su certeza, dado que han transcurrido dos décadas desde que aquél recorrió las riberas helénico-mediterráneas, ante lo que establece su duda y, con ello, genera el conflicto con su esposo. Así fue como se narró por Homero este encuentro-conflicto:
De nuevo fue a sentarse en la silla de la que se levantara frente a su esposa y a ella le dirigió la palabra:
«¡Testaruda, a ti, muy por encima de las débiles mujeres un corazón inflexible te infundieron los dioses de olímpicas moradas! Ninguna otra mujer de ánimo obstinado se mantendría tan distante de su esposo, que por ella ha regresado, tras soportar muchos males, a los veinte años a su tierra patria. Pero, vamos ya, aya, prepárame la cama para que allí descanse, ya que ésta mantiene en su pecho un corazón de hierro».
Le respondió, a su vez, la muy prudente Penélope:
«Desdichado, no me enorgullezco de nada ni te menosprecio, ni estoy demasiado pasmada, y sé muy bien cómo eras cuando partiste hacia Troya en una nave de largos remos. Así pues, ea, prepárale su sólido lecho, Euriclea, fuera del confortable dormitorio, que él personalmente construyó. Sacándole aquí afuera el macizo lecho hacedle la cama con pieles, mantas y relucientes sábanas».
Así dijo, para poner a prueba a su esposo. Entonces Odiseo, enfureciéndose, replicó a su taimada esposa:
«¡Ah, mujer, qué palabras más hirientes has dicho! ¿Quién cambió de sitio mi lecho? Difícil le sería, incluso a un experto, a no ser que un dios en persona viniera, quien, por su voluntad, fácilmente lo podría cambiar de lugar. Pero de los hombres ningún mortal en vida, ni siquiera en su plena juventud, pudo trasladarlo sin más, porque una gran contraseña está implantada en el labrado lecho. Lo construí yo mismo y nadie más. Crecía en el recinto el tronco de un olivo de tupido follaje, robusto, vigoroso. Era grueso como una columna. En torno a éste construí yo nuestro tálamo, lo concluí con piedras bien encajadas, lo teché por encima y le agregué unas ajustadas puertas, firmemente ensambladas. Luego talé la copa del olivo de denso follaje, aserré y pulí el tronco, sobre su raíz, con el bronce, de modo muy experto, y lo dejé bien recto con ayuda de la plomada, labrando una pata fija, que taladré con el berbiquí. A partir de esta pata construí la cama, hasta acabarla, adornándola con incrustaciones de oro, plata y marfil. Sobre su armazón tensé las correas de cuero bovino, teñidas de púrpura.
»Te expongo así esta clara señal. No sé, en absoluto, si aún está firme mi lecho, mujer, o si ya algún hombre lo cambió a otro lugar, talando la base del olivo».
Así dijo, y a ella le temblaron las rodillas y el corazón, al reconocer las señas que tan claras le había dado Odiseo. Al momento corrió llorando derecha hacia él y le echó ambos brazos al cuello, a Odiseo, y le besó la cara, mientras decía:
«No te enojes conmigo, Odiseo, ya que en todo resultas el más juicioso de los humanos. Los dioses nos dieron penalidades, ellos que nos negaron el estar juntos uno con el otro, y gozar por lo tanto de nuestra juventud hasta alcanzar el umbral de la vejez. Conque no te enfades conmigo ni me guardes rencor por esto de no haberte mostrado mi cariño al comienzo, desde que te vi. Es que una y otra vez mi ánimo, en mi pecho, sentía recelos de que algún hombre llegara y me engañara con sus palabras. Son muchos los que traman malignas tretas. Ni siquiera la argiva Helena, nacida de Zeus, se habría unido a un extraño, en el amor del lecho, sí hubiera sabido que de nuevo los belicosos hijos de los aqueos la iban a reconducir a su casa en su querida patria. Pero un dios la impulsó a cometer tan vergonzosa acción. No meditó en su ánimo, desde un comienzo, su funesta locura, que para nosotros fue el principio de nuestra pesadumbre.
- Hasta aquí, hemos podido apreciar lo que denominamos «las posiciones» que establecen, siempre, las partes en conflicto, pero, no sus intereses respectivos. De aquéllas surgen los reproches frente al contrario. Seguidamente, veremos el cambio radical en el discurso de ambos:
»Pero ahora, cuando ya has revelado las señas muy evidentes de nuestro lecho, que ningún otro mortal había visto, sino solos tú y yo, y una única sierva, Actóride, que me dio mi padre cuando me vine aquí, la que estuvo velando a las puertas de nuestro sólido tálamo, has persuadido mi ánimo, aunque era muy inflexible».
Así habló, y a él todavía más le suscitó el ansia de llorar. Y lloraba abrazando a su dulce esposa, de sagaz pensamiento.
- Queda claro, pues que, cuando ambas partes llegan a un punto en común, el reconocimiento del otro, el reconocimiento de sus méritos, de aquello en lo que ambas coinciden, surge, sin más, el acuerdo, dando fin al conflicto.
- Os animamos, una vez más a la solución de los conflictos, de cualquier tipo, a través del sistema de la Mediación, como medio pacífico y autocompositivo, basado en el diálogo y la empatía, fundamentalmente.
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